La cabina telefónica
Mis oídos escuchaban murmullos incoherentes, mientras que mis ojos pasaban imágenes frente a ellos y las desaparecían sin que las pudiera procesar. Lo que estaba distrayendo mi atención de la izada de bandera eran las pesadas ojeras debajo de mis ojos y el dolor en la colilla de ellos, que ardía como el demonio.
Era solo eso: el cansancio agotador al que mi cuerpo estaba siendo sometido, el agotamiento de no dormir que comenzaba a dejar la mente en blanco y el cuerpo tan pesado como el plomo. Era el insomnio.
Qué dolor… todos mis músculos estaban avisando que tenía que descansar, pero yo simplemente no podía, ya no podía dormir más. Porque cualquier decisión llevaría a más dolor en el futuro.
Mi mente en blanco desvaneció hasta el último rastro de mi voz mental cuando empezó a sonar el himno. Quisiera que no hubiera manera de estar tan desconcentrada como lo estaba ahora; me sentía fuera de mí, sentía que podría empezar a desdoblarme en cualquier momento. Cerré los ojos ante un mareo repentino y pude sentir cómo mi mente empezaba a tener un agujero de masa negativa del tamaño de una aguja. Un agujero negro que crecía.
Al abrir los ojos, ahí estaba, del tamaño de una pelota de baloncesto. Todo lo que tocaba desaparecía; al fin y al cabo, ese era el funcionamiento de los agujeros negros. Todo se desvanecería si entraba a aquel hoyo de color profundo, no sin dejar un rastro que recordara que antes había algo ahí. Era así, debía serlo; era la única manera que los hoyos negros conocían.
El agujero comenzó a abrirse más y más, al tamaño de un televisor, y comenzó a absorber objetos inanimados que estaban cerca de él. Las cosas flotaban y desaparecían dentro de sus fauces. Las personas empezaron a agitarse.
Hubo una estampida irrazonable que dejó a dos o tres heridos atrás. Más el agujero no se tragó a nadie; su propósito no era lo vivo. Ahora, del tamaño de un adulto, lo que tocaba lo distorsionaba, a excepción de las cosas vivas, a las cuales ignoraba.
A unos metros de mí, el agujero seguía ampliándose con velocidad. Me acerqué a ese vacío de oscuridad que, a pesar de ser nada, parecía un poco triste. Me acerqué hasta quedar frente a él, tanto como para levantar mi mano y pasarla por dentro de él; tanto como para desaparecer con un paso; tanto como para sentir el aire que él exhalaba después de una absorción.
El suave viento que chocaba contra mi cara y luego me succionaba me obligó a entrar, un paso tras otro, sin sentir las cosas que chocaban a mi alrededor, la fuerza de ese hueco en la materia o las luces fugaces que se iluminaban a mi alrededor. Un paso tras otro, hasta que mis pies dejaron de sentir el suelo y mi cuerpo empezó a caer. Entonces, mis ojos se cerraron al instante, pudiendo por fin producir un pensamiento en el espacio blanco que era mi mente: respira.
Respira…
Respi…ra
Pero seguía respirando, a pesar de mi primera impresión. Mi pecho subía y bajaba como solía hacer, mi nariz picaba, por lo que mi mano la rascó, pasando a la vez por sobre mis ojos, haciendo que mis párpados se abrieran, viendo una habitación que no reconocía. No estaba muerta. Me levanté con dificultad, mis piernas se sentían entumecidas. Tuve que generar un gran esfuerzo para levantarme, y ni decir para avanzar. A pesar de eso, lo hice hasta toparme con alguna persona.
Caminé por el pasillo después de salir de mi habitación, un largo pasillo que llevaba a una sala amplia. Miré todo con ojos de curiosidad. Esto no me parecía conocido. Trataba de hacer memoria, aunque sabía que nada saldría de eso, por el simple hecho de que no había memoria alguna que contuviera este lugar.
Llegué a la cocina cuando encontré a la primera persona de la casa, una señora que se acercó sin que me diera cuenta.
—Mija, vaya pa’ la mesa —me dijo, poniendo su mano en mi hombro y girando mi cuerpo hasta que quedara de frente a un espacio más grande que el de la sala.
Después de saber a dónde tenía que dirigirme, aparté su mano de mi hombro por la incomodidad que me produjo el contacto. Pensé en salir de ahí y buscar a mis padres, un deseo algo débil pero presente. Sin embargo, preferí hacer caso y me dirigí al comedor, en el cual ya había individuales y cubiertos puestos para cuatro lugares.
Sentadas a la mesa había otra señora, casi de la misma edad, y una niña. No las reconocía tampoco, pero no hice mucho drama. Saqué una silla y me senté lo más lejos que pude de las mujeres, hasta que la comida llegó.
Miré por un rato al plato, mientras veía cómo el humo se desvanecía. No quería comer. Me levanté de la mesa, y la charla amena que se estaba teniendo se detuvo.
—Linda, come algo —dijo la señora que alimentaba a la niña—. Necesitas algo para generar energía, solo un poco.
—No tengo ganas, gracias —comenté a la desconocida, y avancé de nuevo por el pasillo vacío hacia la habitación. Me sentía incómoda estando rodeada de tantas cosas extrañas, de cosas nuevas para mí, de personas a las cuales no diferenciaba, de lo sofocante que era la libertad de elegir.
Me senté en la cama de esa habitación, la única parte que mi cuerpo había tocado, mirando a la puerta, parpadeando poco, sin girar la cabeza. Todo lo que hice fue mirar a la puerta hasta que me llamaron a almorzar. Me moría de hambre, mi estómago me lo reclamaba, rugiendo con fuerza, pero realmente no me quería mover. Dios, extrañaba a mis papás. ¿Dónde se habrán metido? ¿Por qué yo estaba acá? ¿Había sido algo que hice, o algo que hicieron ellos?
Las preguntas invadieron mi mente y se llevaron la poca decisión que tenía, así que no salí de mi cuarto, aunque las mujeres me lo sugirieran. Al fin y al cabo, no necesitaba alimento para llenarme. Solo necesitaba poco movimiento, un poco de agua en la noche donde nadie me viera, y, si era posible, un snack de medianoche, pero no más.
Repetí esas palabras en mi cabeza vacía de pensamientos; las repetí mientras miraba atentamente la puerta del cuarto, que no se abrió ni una vez sin mi interacción directa.
Poco a poco vi que las luces de la casa se apagaban, y supe que lo mejor era acostarme, sin dejar de esperar que alguien entrara a mi cuarto.
Sin cerrar los ojos, por más que me ardieran, hasta que no escuché más que una gotera. Entonces decidí ponerme de pie para tomar ese vaso de agua y el ligero snack que le había prometido a mi cuerpo.
Al llegar a la cocina, tomé un vaso y abrí la nevera para poder tomar la jarra de agua que suponía debía estar ahí. Al ser iluminada por la luz de la caja helada, mis ojos revoloteaban por toda la nevera, babeando por todo lo que se encontraba ahí. Aunque determinada a no decepcionar a mi madre, tomé solo una manzana como snack y la empecé a comer mientras buscaba el agua.
Pero no logré encontrar el agua a tiempo, así que el pequeño snack empezó a crecer, hasta que no estaba tranquila con un solo alimento en la mano. Así que dejé el vaso en el suelo y comencé a llenar mis manos de comida sin distinguir qué era, tragando como un animal, sin distinguir sabor, llenando mi boca hasta que me atragantaba y tenía que toser para poder liberar mi canal alimenticio.
La nevera, que estaba llena, empezó a escasear de alimentos. Aunque me había llenado hace tiempo ya, con remordimiento, mis manos se siguieron llenando de comida hasta que una luz se encendió detrás de mí, y una suave voz se acercó, pidiéndome que bajara la comida que aún no había tocado mi boca.
Esa voz sirvió agua en el vaso que se encontraba en el suelo y me lo acercó a los labios para que pasara la comida que aún llenaba mi boca. Una vez mi boca estaba vacía, me instó a ir a dormir. Me acompañó al cuarto y me acostó en la cama.
En ningún momento logré distinguir de quién se trataba, pues las sombras ocultaban su identidad, como todos aquellos con los que había pasado algo parecido antes: sombras que entraban a la habitación sin quedarse más tiempo del necesario. Al ver que la puerta era cerrada, mis ojos se dispusieron para dormir. Por fin había pasado la persona no invitada, y ya sabía que nadie más iba a cruzar ese portal.
Por lo tanto, me quedé ahí, acostada, descansando mis ojos, dormitando incluso, hasta que mi reloj biológico indicó que era hora de despertar. Me levanté y fui al baño de mi habitación; la ducha estaba cruzando por un espejo largo que llamó mi atención antes de poder evitarlo. No sabía que aquí había un espejo.
Giré mi cuerpo hacia la pieza de vidrio, mirándome con atención, acercando y alejando mi mirada de diferentes partes de mi cuerpo, incluso poniéndome en puntillas para contemplar más de mí. Y entre más me miraba, más mis dedos se acercaban a mi boca, hasta que estuve arrodillada frente al inodoro vomitando.
Después de devolver todo lo que aún permanecía en mi estómago, me quedé ahí, durante un tiempo ilimitado, al lado del inodoro, hasta que decidí que necesitaba un baño con urgencia.
Cuando pude bajar, vi a las dos mujeres sentadas a la mesa junto con la niña, y desprecié la imagen. Quería volver a ver a mis padres, quería regresar a la casa ya. Pero no me sentía capaz de abandonar este lugar, así que me senté junto a ellas sin probar la comida, solo viéndolas hablar cómodamente, ayudando a comer a la pequeña.
Al finalizar el desayuno, las mujeres ofrecieron ir a un paseo, para tener un poco de aire fresco según ellas, y aunque yo estaba atestada de aire fresco, decidí aceptar con la esperanza de entender dónde me encontraba.
Caminamos durante una hora, recorriendo un sendero de un parque vacío, probablemente por la hora, al ser un día laboral. Dudaba que lo hubieran hecho por mí, pero me sentía menos incómoda de lo que estaría con una multitud de gente, así que agradecía el gesto. Caminamos, la niña aferrada a la pierna de una de las señoras y yo muy detrás de ellas, como si no fuéramos todas juntas.
Pasamos por muchas partes, pero nunca nos desviamos. Esa niña era la más tranquila y callada que había visto, y aunque me agradaba no conocer el sonido de su voz, era un poco tétrico a la vez. Mis ojos permanecieron sobre ella la mayor parte del recorrido, tratando de descifrar esa actitud que tenía, hasta que una parte del parque fue tan llamativa que me hizo olvidar a las tres personas por delante de mí: una atractiva cabina telefónica que se veía antigua en medio de una mini colina, con una tumba espantosa cerca de ella y unos niños en uniforme dentro, usando o tratando de usar el teléfono.
Los niños salieron de la cabina gritando, como si estuvieran contando sus proezas al barrio.
—Ya ves que no fue tan aterrador, ahora que ya llamamos solo toca esperar que nuestro deseo lo cumpla el viejo barrendero —comentó uno de los niños.
—Pero ¿y si se enoja porque lo llamamos a pedir deseos sin pedir por su alma primero? Mari dijo que él concede deseos si se pedía por su alma, para que subiera —susurró la última parte la única niña.
—El viejo no sabrá si lo hicimos o no, genio. Él solo era un barrendero que monopolizaba el teléfono público para que nadie más que él pudiera llamar, por eso está ahí, penando en su tumba. A lo mejor tiene que conceder cierta cantidad de deseos para salir de esa situación, así que le estamos haciendo un favor.
—¿Y si no es así y nos maldice como a la niña que Mari dijo? —La niña estaba temblando a unos pasos de nosotras, por lo que pude notar fácilmente cómo la mano de uno de los niños se elevaba cuidadosamente hasta su hombro.
—Si nos maldice, como dijo Mari, deberíamos sentir un apretón en el hombro, ¿no es así? —seguido, apretó el hombro de la chica. El cabello rebotó con el salto que dio, pero se dio cuenta de inmediato de la farsa por la risa de los niños que huían, y los tres se alejaron en una persecución de la cual pude imaginar el final.
Mi mirada se posó una vez más en aquella cabina telefónica y descansó ahí por el tiempo que estuvo a la vista. Luego, al cansarse, mi vista se volvió a perder en el camino de cemento que seguimos hasta volver a la casa. Al volver, solo retomé la rutina del día anterior: me senté en la cama, mirando hacia la puerta cerrada, hasta que mi conciencia se desvaneció.
El tercer día en este lugar se sintió un poco más cómodo; sentía que empezaba a pertenecer. Podía mencionar lo que iba viendo en la casa, podía hacerme un mapa mental y caminar por el laberinto cuando estaba oscuro. Me levanté y, después de bañarme, me dirigí al comedor, quizá por el hambre que me estaba retorciendo la barriga, o esa ansia interminable de volver junto a la cabina del parque, parte a la cual solo llegaría con la ayuda de las dos señoras.
Me senté a la mesa mirando la charla entre las dos mujeres; no dejaba de sacarme celos. Miré la escena como si quisiera eso para mí. Concentrada en la escena, respiré inconscientemente el mismo aire que la comida sobre la mesa y se me empezó a antojar; mi boca se empezó a aguar, y por eso decidí darle un único mordisco al huevo.
El resto quedó sin ser tocado. A pesar de eso, las señoras mejoraron el ánimo que ya tenían, y al yo proponer el paseo en el parque, vi cómo las señoras saltaban de alegría.
Salimos una hora, volvimos a la casa, volví a encerrarme, y así transcurrió el día siguiente, y el que le siguió a ese: una rutina que empezaba a formarse, y que sin embargo cambiaba cada día, como si no estuviera conforme con la forma en la que estaba viviendo, a pesar de que aquella había sido mi vida siempre.
A la rutina se le sumaban visitas de la niña a mi cuarto, y se le restaban vistazos a la puerta; se le sumaban idas a las comidas, y se le restaba tiempo de mente en blanco. Había días que la energía sobraba y se sumaban horas en el parque, no solo caminando, pero jugando también cada que la niña me dejaba acercarme.
Y sin darme cuenta, en un pestañeo pasaron dos semanas en la casa desconocida. Mi cuerpo empezaba a dejar de doler, quizá porque se estaba curando, así como mi alma se estaba limpiando. Me sentía ligera, tanto que sentía que era capaz de alzar vuelo. El remordimiento de decir que empezaba a olvidar mi hogar se empequeñecía.
Desde hace unos días, cuando bajaba a comer, los celos se volvían risas silenciosas. Desde uno o dos días, dejaba que las señoras tocaran mi hombro o cabeza por pequeños periodos de tiempo, comía más bocados, respiraba con tranquilidad en el espacio que compartíamos todas juntas porque aquí el aire se tornaba menos pesado y mis ojos se podían cerrar con facilidad.
Era más fácil retirar mi mirada de la puerta para poder disfrutar de la habitación que, sin cambiar nada, empezaba a parecer mía. En mi interior, algo comenzaba a burbujear, inflando mi pecho, algo que apagaba mi vigilia. Es más, creo que en este momento podía simplemente dejarme llevar sin tener consecuencias, hablar lo que pensaba, actuar como quisiera: ellas me hacían sentir así.
Con ese sentimiento, junto a las constantes visitas al parque, la ansiedad por llamar a mis padres a través de la cabina se empezó a desvanecer, quedando en la nostalgia que me provocaba recordarlos y en un sentimiento de repudio que se ocultaba en la nostalgia. Porque, aunque los extrañara a montones, ya no quería separarme de las señoras, más si era para volverlos a ver.
Dos semanas y media fueron suficiente como para poder dejarme caer en la cama con la intención de dormir, de sacarme el intenso cansancio que mi cuerpo acumulaba. Al ver la casa a oscuras cerré los ojos y me dejé inundar por la inconsciencia.
Vi entonces las tranquilas aguas de un mar negro que me recibía con anhelo, que se empezó a agitar una vez mis pies lo tocaron, y siguió agitándose a medida que mi cuerpo se sumergía en él. Palabras inundaron mi cabeza una vez dentro del agua, flechas de fuego que volaban hacia mí con la intención de herirme, reclamos vividos que me hicieron despertar de golpe en la madrugada para no dejarme dormir más.
Ese día en la noche preferí quedarme sin dormir de nuevo, pero era tanta la placidez y la distracción que sentía, que mis ojos se cerraron sin que yo me diera cuenta. Pensando que estaba consciente, vi rostros gigantes distorsionados, tan cercanos parecían que me hacían dar náuseas; las palabras que salían de sus bocas se materializaban y se movían distorsionadamente, sin relación al sonido, poniéndose sobre mí, aplastándome sin remedio. No fueron más de tres horas de sueño, pero logré sentir todo lo negativo que empezaba a olvidar: necesitaba vomitar lo que había comido.
Vi el amanecer hecha bolita en el baño, llorando a mares por la pesadilla que seguía repitiéndose en mi mente. Esa mañana no quise ir al parque, y por suerte las señoras no me obligaron a ir. Preferí quedarme en el cuarto, mirando a la puerta, tratando de evitar que las pesadillas me alcanzaran otra vez. A la hora del almuerzo, una de las señoras se acercó a mi cuarto y tocó con delicadeza la puerta.
—Querida, ¿tienes apetito? Si deseas, puedo dejarlo en la puerta.
No sentía hambre, tampoco energía, pero me sentía débil, mirando a la puerta sin esperanza, así que permití que la señora entrara a la habitación, y permití que me alimentara hasta que mis lágrimas mancharon la comida. Ella no preguntó nada, solo dejó de alimentarme cuando supo que no podía más. Me ofreció su hombro y no se molestó cuando mi cabeza terminó reposando en su abdomen. En vez de eso, me peinó el cabello con sus dedos, cantando una dulce melodía que debía ser una canción de cuna por lo tierna que sonaba.
Ella abandonó el cuarto para la cena, pero ya no la dejé entrar más. En vez de eso, respiré, me mentalicé, y cuando llegó la oscuridad, me acosté sin probar bocado. No quería que me pasara lo mismo de anoche.
Mis ojos no dejaron de ver la puerta, en ningún momento. Sin embargo, por momentos me sentía demasiado relajada como para no pestañear por más de un segundo, como para empezar a dormitar de manera interrumpida. A la mañana siguiente supuse que las ojeras habían vuelto a adornar mis ojos. Intenté verme en el baño para poder fingir que la noche había sido tranquila como las anteriores, pero me encontré con una tela negra tapando el espejo. Por eso no había tenido problemas últimamente.
Descarté la idea y decidí bajar al comedor. Un tiempo con las mujeres abajo últimamente me sentaba bien. Me dejaba relajarme.
No ingerí nada, pero al salir al parque pude actuar normal. Caminé en el grupo, ocasionalmente lanzando palabras de afirmación. Caminamos alrededor hasta que pasamos nuevamente por aquella cabina, ahora de un rojo asqueroso, repugnante en todo su esplendor. La tumba a su lado era lo más repulsivo, quizá porque había sido vandalizada, pero se veía vieja y demacrada. Estaba llena de productos que no se deberían ver en una piedra como esa, colores brillantes que ponían en letras de rombo: RIP.
Una vez en la casa de nuevo, traté de no subir a la habitación de inmediato, pero tuve que subir eventualmente porque no dejaba de sentirme mal. Podía verme en las ventanas, en los retratos e incluso en el vaso de agua, que me dejaba ver cómo me había descuidado.
La comida había sido demasiada por estos días. Me veía horrible. De cierta manera, me decepcionaba el pensamiento de cómo mi madre me estuviera viendo, pero a la vez me sentía protegida en mi grotesca imagen.
Aquel día pasé mucho más tiempo observando la puerta, una puerta que ya reconocía como parte de la casa en la que estaba, una puerta por la que nadie entraría si no daba permiso explícito, y que al parecer mi cuerpo ya había relacionado con protección.
Sin darme cuenta, dejé de ver la puerta y vi un techo conocido. Un techo que realmente era un piso de madera lleno de moho. Mi cuerpo acostado vigilando el techo en vez de tener mi mirada clavada en la puerta, mis ojos picando como todas las noches después de que la esperada visita se hiciera presente. Mi cuerpo dolido, contra un sofá duro que no dejaba que mi cuerpo se relajara, marcas rojas que tendría que intentar quitarme al día siguiente.
Traté de gritar una vez más, intenté gritar fuerte, intenté ser oída. Con una esperanza vaga de que alguien aparecería, una esperanza que hacía rato se había desvanecido. Grité sin que un ruido real saliera por mi garganta, pero lastimándome en el proceso.
Y escuché un ruido tan roto y dolido afuera de mi ventana, que supuse que estaba sufriendo injustificadamente ante el dolor ajeno. Frente a esa pequeña voz que rogaba ayuda a gritos desgarradores.
Mi boca se dejó de mover para escuchar la voz. Puse atención y tuve la intención de ver por el hueco de mi habitación a ver quién estaba sufriendo, pero mi cuerpo se sacudió violentamente. Tuve miedo por un momento; no era normal tener más de una visita en la noche, pero ninguno de los que vivía conmigo solía hablarme con tanta dulzura. No tenía dudas de esa voz, de esas manos que me sostenían la cabeza, de esa canción que aún no lograba distinguir.
Poco a poco abrí mis ojos entrando de nuevo a la realidad: un abrazo cálido que me estaba protegiendo, una guardiana en mi puerta y una pequeña que me ofrecía un dulce. Qué vergüenza… Seguro había despertado a todas, no estaba segura de cómo había pasado, pero me sentía igualmente avergonzada.
Traté de disculparme, pero mi voz salió con un gallo que dejó ardor. La niña dejó de ofrecerme el dulce y, en vez, alcanzó un vaso de la mesita de noche. Me lo ofreció.
Quería recibirlo, pero mi cuerpo no me estaba haciendo caso. Lo bueno fue que los brazos que me tenían sentada cogieron el vaso y lo acercaron a mis labios. El agua pasó ligeramente, dejando una agradable sensación de frescura, curando el ardor.
Esa mañana desperté con lágrimas regadas en la almohada y en el hombro de la señora. No fue una linda mañana. Pedí que abandonaran el cuarto para poder bañarme y arreglarme. Prometí bajar en poco tiempo para poder empezar la rutina que habíamos formado, la rutina que esa mañana ya había dañado.
Me quité la ropa y traté de no mirar hacia abajo. Dejé que el agua relajara mis músculos y dejara que mi mente viajara por el espacio blanco que tanto conocía. Dejé que ese espacio blanco me manejara hasta estar en el cuarto de nuevo, pero el espacio blanco empezó a ser demasiado blanco, demasiado vacío, tornándose sofocante.
Mis manos se movieron rápido, tratando de ponerme algo que cubriera mi cuerpo. No me fijé en qué fue aquello que lo cubrió, tenía demasiadas ganas de abandonar la habitación. Azoté la puerta y corrí a la cocina, quedándome sin aliento por la soledad y el desprecio que me tragaban estando sin compañía. Cuando llegué al comedor, ahí estaban: las dos mujeres y la pequeña niña, mirándome con sonrisas sobresalientes, invitándome a unirme a la mesa, actuando como siempre. Mis ojos se humedecieron y la ansiedad se convirtió de nuevo en burbujas de serenidad, una barrera protectora que sentía alrededor de mí.
Me senté en silencio y comí solo por ellas, a pesar de que la cuchara temblando lo dificultara. Era mi agradecimiento, porque sabía lo duro que era tratar conmigo en el estado en el que estaba. Sabía lo duro que era tratar conmigo en general. Me paré con todo el dolor que llevaba en el cuerpo y me alisté para el paseo en el parque. Caminé sin ganas durante media hora, pero con la decisión que me obligaba a afrontar este día lo mejor que pudiera.
Volvimos a la casa demasiado rápido para mi gusto, pero a la vez me alegraba estar encerrada aquí. Por primera vez, era mejor estar entre las cuatro paredes que afuera. Me obligué a sentarme en la sala y me quedé allí hasta que las luces de la ciudad empezaron a apagarse.
Al llegar la noche me fui al cuarto. El dolor se estaba haciendo insoportable, pero debía soportarlo. La única manera de vencer algo era enfrentarlo cara a cara, sin importar cuánto daño me hiciera. Una vez más me vi ahí, a mí, esta vez en tercera persona y como antes de venir a esta casa desconocida: gritando, pidiendo ayuda, incapaz de caminar pero con el estómago rugiendo visiblemente; comiendo lo que encontraba en el suelo y vomitándolo luego. Siendo llevada al límite en todo sentido.
Me vi, y empatizé conmigo. Lloré por mí. Me acosté a mi lado y cuidé de las numerosas heridas y morados que reposaban en mi cuerpo delgado. Oculté lo que sabía que no quería ver de mí, lo que terminó en mí siendo una bolita de ropa. Al terminar, me tomé entre brazos y me arrullé repitiendo una promesa que sabía que se iba a cumplir: “Todo va a mejorar, solo es cuestión de tiempo”, y cantando la melodía que me había empezado a aprender, la que sabía que tenía un increíble efecto tranquilizador.
En ningún momento mi otro yo dejó de llorar, pero sabía que se sentía más a gusto conmigo a su lado. Ella se sentía protegida.
Desperté en busca de aire. En algún momento que no noté, empecé a ahogarme; era muy probable que fuera entre sollozos silenciosos. A mi lado, de una manera que no esperaba, estaba una de las señoras, cuidando de mí. Notó cuando me desperté y decidió ayudarme a sentar. Movió la boca haciendo ruidos incomprensibles para mí, subiendo y bajando su mano. Yo trataba de enfocarme, pero no lograba respirar ni recordar qué debía hacer. Mi corazón se aceleró más; mi cabeza era un desastre.
Ella puso su mano en mi abdomen, y de alguna manera eso logró ayudarme a tener un poco de aire. Pude escuchar algunas palabras como "cuatro", "ver", "dos", "sentir".
De repente, a mi mente vino un fragmento, algo que se relacionaba con eso. La señora empezó a señalar partes en su cara. Yo las mencioné lento, probando a ver si era lo que ella quería. Después de decir cuatro partes, su sonrisa me comprobó que era lo que yo pensaba.
—¿Puedes decirme una cosa que sientas?
—Tela. —Realmente no sentía nada, pero sabía que de eso no se trataba el ejercicio; solo debía seguir conectando con ella.
—Bien. Inhala por la nariz, así... Uno… dos… tres… cuatro… —Me indicó, aún con su mano en mi abdomen pero sin moverla, manteniéndola ahí, más que todo como un soporte, un ancla.— Exhala por la boca… Muy bien, sigue conmigo… Uno… dos… tres…
Por fin volví a sentir mis manos, y lo primero que hice fue aferrarme al brazo que se conectaba conmigo. Clavé mis uñas en él, negándome a la posibilidad de tener que dejarlo ir. Lo agarré con todas las fuerzas que tenía.
Mi mirada estaba clavada en el suelo, viendo cómo mis pies se arrastraban. Me sentía avergonzada, había lastimado a la señora ante mi locura aquella mañana, y la lastimé por un error que había cometido. Ella había dejado claro que no había sido mi culpa, pero ¿cómo no iba a saber yo que forzarme a un recuerdo estaba mal? Claramente había sido culpa mía.
Por mi culpa, ahora ella tenía horribles marcas rojas en el brazo. Por mi culpa.
Estuve así hasta que mi vista captó la cabina telefónica, roja. El color me dio escalofríos; lo que antes me atraía tanto, ahora me prevenía. La tumba seguía igual de grafiteada, igual de maltratada que hacía unos días. Nadie se había acercado a limpiarla o a ayudarla, pero ya sabía yo que nadie lo iba a hacer. ¿Por qué alguien limpiaría la tumba de un barrendero asqueroso?
Mi vista no se desvió de la tumba hasta que la pasamos, pero la repugnancia me duró hasta esa noche. No sabía qué debía hacer. No podía dormir, pero no era saludable quedarme despierta. No entendía lo que se suponía que era lo mejor, pero me decidí a acostarme. Al fin y al cabo, dormida no me daba tanta hambre.
Y volví a abrir los ojos en aquella oscuridad a la que tanto temía, el vacío de mi mente cuando sonaba, aunque esta vez no hubo flechas o palabras, o recuerdos que me quemaban a lo largo de mis brazos y moreteaban mis piernas.
Esta vez era realmente solo yo, yo frente a una llamativa cabina de color rojo. No de mi sangre, porque brillaba, llamándome. Me acerqué a la cabina con cuidado. No tenía conciencia de lo que podría pasar, pero de alguna manera me sentía segura, sentía que era mi salida de este vacío.
La cabina estaba rodeada de cadenas, que estaban atadas por un candado, un candado que me había alejado hasta ahora. Pero por la curiosidad, no me detendría. Busqué con ansiedad algo con lo que romperlo, rápidamente divisé una roca, a mis pies, como si me estuviera ayudando.
La alcancé, usé mis dos manos para abacarla y toda mi fuerza para levantarla por encima de mi cabeza. Una vez allí, la tiré con toda la gravedad hacia el candado. La levanté y la volví a tirar, otra vez, y otra vez. No importaba que el candado se hubiera roto con el tercer golpe. No importaba que mis brazos se estuvieran cansando o que mis manos estuvieran sangrando. No importaba que la roca se empezará a mojar con mis lágrimas, yo solo quería tirarla más duro contra el candado.
Pero así como se acabó mi fuerza, la motivación para arremeter contra aquel candado también se desvaneció. Y entonces, mi mirada volvió a la cabina, dentro de la cabina.
Quité el candado con cuidado y lo dejé en el suelo. Despacio, quité cadena por cadena, sin hacer ruido ni al quitarlas ni al ponerlas en el suelo. Cuando la cabina estuvo sin nada a su alrededor, acaricié los rayones que las cadenas habían dejado. Me tomé mi tiempo, no había nadie que me detuviera, nadie que quisiera detenerme o nadie que pudiera.
Abrí la puerta tan lentamente, como temiendo entrar. Pero entré, y alcancé el teléfono, que era tan extraño para mí. En la ventana al frente de mí había una nota pegada. Contenía tres números, no palabras ni instrucciones, simplemente números. Así que tampoco me detuve. Alcancé la rueda metálica y marqué los números puestos en la nota. Escuché un pitido, seguido de otro, y ese seguido de una voz dulce.
Esa voz dulce fue seguida por una palabra de mi voz ronca. No pude decir mucho más, pero la voz entendió, o eso alcancé a creer, pues antes de que pudiera responder, colgué. Me quedé mirando el teléfono, fijamente.
Me agaché dentro de la cabina, me acurruque y me acosté en esa posición, esperando. No produje ruido alguno ni reacción. No hubo ira ni lágrimas, ya no había mucho en esta habitación negra. Pero una vez que desperté, sí había emociones.
Había una almohada llena de lágrimas, una garganta seca que necesitaba agua, un dolor de cabeza que llenaba mis pensamientos e incluso un rastro de asco, esta vez no en contra de mi ser.
También había un sentimiento de soledad que me hizo bajar las escaleras para encontrar paz en una mesa con tres mujeres comiendo. Me saludaron e invitaron a la mesa, y yo comí, no hubo pensamientos que me lo evitaran. Después tomé una aspirina y me puse un sombrero antes de salir al paseo corriente.
Caminé cabizbaja por la molestia en mis ojos. Estuve así hasta que mi vista captó la cabina telefónica, igual a mi sueño, la cual, al lado, ahora tenía una tumba rota, partida a la mitad, con una transcripción que ya no se podía notar, ya no se podía leer. Mis ojos revolotearon por la cabina, y el deseo de llamar desde allí no había desaparecido, pero no necesitaba llamar, no una segunda vez. Yo quería liberarme con las señoras, contarles todo lo que había sido mi vida, para que me conocieran mejor y poder seguir adelante sin recordar el dolor que alguna vez sufrí.
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